PALMA DE MALLORCA 22 I 23 DE GENER DE 2009
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La protección de la salud como fundamento de la intervención estatal en el mundo del trabajo.
Rafael Antonio López Parada.

El relato implícito en el Derecho del Trabajo y la necesidad de su actualización.

El nacimiento del Derecho del Trabajo se sustenta en una historia, esto es, en un determinado relato codificado que lo hace comprensible y, por consiguiente, lo justifica. Ese relato nos habla primero de las miserias de la Revolución Industrial, de masas de obreros depauperadas y sujetas a una intensa explotación, esto es, del nacimiento de dos clases sociales enfrentadas, de las cuales una tendría de su parte el valor de la Justicia. De una situación contraria al valor de Justicia se habría derivado la aparición de ideas revolucionarias que se extendieron en la clase obrera e inspiraron su organización en sindicatos y partidos cuya finalidad era derrocar el orden establecido para fundar otro distinto. El éxito de estas ideas y, sobre todo, su plasmación en regímenes políticos revolucionarios, especialmente a partir de la Revolución Rusa, infundió el miedo en las clases dominantes, que hubieron de optar entre la política represiva o la más inteligente de aplacar a las masas obreras aprobando reformas legislativas que mejorasen su situación.

Tras la dureza de la segunda guerra mundial, en cuya génesis y desarrollo tuvo una importancia esencial el conflicto social y político sobre la situación de la clase obrera, avivado por la crisis económica de los años treinta, y como forma de contención de la Unión Soviética y de la expansión del comunismo, se habría alcanzado un consenso social en los Estados occidentales, en virtud del cual nació el Estado Social de Derecho como pacto entre los sectores reformistas de las clases dominantes y las fracciones no revolucionarias de las clases obreras.

Uno de los pilares fundamentales de dicho pacto sería el Derecho del Trabajo, en virtud del cual se determinan dos elementos esenciales: la distribución del poder en el seno de la empresa entre la dirección y el colectivo de los trabajadores (con la mediación de los sindicatos como organización expresiva de la acción colectiva de éstos) y la distribución de los excedentes económicos de la producción mediante la determinación de salarios y jornadas. Así nació la situación de Orden Social arquetípica a cuyo mantenimiento se anuda la supervivencia del Derecho del Trabajo como garantía frente al desorden.

Esta historia está construida esencialmente a partir del análisis sociológico de la experiencia inglesa de la Revolución Industrial, superponiendo sobre la misma las derivaciones políticas e ideológicas de los principios de la Revolución Francesa, desde los principios de igualdad y libertad a la propia invención del concepto de “revolución”, que tanta transcendencia ha tenido en el desarrollo histórico mundial de estos dos últimos siglos[1]. Sin embargo en el continente europeo es esencialmente falsa, como ha demostrado Sewell al analizar el movimiento obrero francés en el siglo XIX e identificar en el seno del mismo a su grupo dirigente como resistencias de los oficiales de los gremios frente a la liberalización económica que amenazaba su estatus. En gran parte la construcción continental del Derecho del Trabajo es de naturaleza corporativa y tiene por objeto la defensa de un determinado “estatuto”, tal y como señaló Gierke, que vino a anclar el Derecho del Trabajo a elementos impregnados de arcaísmo, vinculados a la modernidad, frente al contractualismo de origen liberal (Baylos). En gran parte de Europa (vid. por ejemplo la obra de Mayer) la industrialización no adquirió un carácter relevante hasta las dos primeras décadas del siglo XX, de manera que la aparición de una clase obrera social y políticamente significativa se puede situar en un tiempo posterior a la introducción de las distintas ideologías y organizaciones obreras, en cuya expansión tuvieron una importancia capital personas provinientes de los antiguos sistemas gremiales y de las fracciones más radicales de los movimientos liberales y republicanos. Aún así, el relato mítico de la construcción del Derecho del Trabajo, que incorpora elementos de análisis marxista (basados, como he dicho, en la observación de la experiencia inglesa de la revolución industrial y la aplicación sobre los mismos de conceptos ideológicos y políticos de la revolución francesa) sobre una filosofía pactista y reformista propia de la socialdemocracia, cumple una función esencial para  explicar la existencia y finalidad del Derecho del Trabajo.

En función de dicho relato mítico, la crisis que el Derecho del Trabajo sufre desde los años ochenta se interpreta como un signo de desorden, consecuencia de  la ruptura del pacto social y político en el que se sustenta. Esa ruptura habría sido inducida por la supuesta ineptitud del Orden Social para garantizar un crecimiento económico sostenido (deterioro de la situación económica en los años setenta y ochenta del siglo XX) y por la desaparición del miedo de las clases dominantes gracias a la victoria de EE.UU. en la Guerra Fría contra la Unión Soviética y la reducción a la marginación social de las ideas revolucionarias. En tal situación el Derecho del Trabajo habría perdido su utilidad y se hallaría ante la necesidad de buscar otros apoyos ideológicos para garantizar su subsistencia.

Los grupos sociales y políticos adscritos a la gestión del pacto social (lo que podríamos denominar el “aparato institucional” del Derecho del Trabajo) han intentado construir otro discurso con capacidad de suscitar adhesión, que es el discurso del desarrollo económico y de la defensa de la competitividad. Ese discurso, que tanta influencia ha tenido y tiene en la evolución del Derecho del Trabajo, es sin embargo inadecuado para los intereses de ese aparato institucional, porque se sustenta sobre una paradoja, desde el momento en que el llamamiento a la competitividad, llevado a su extremo, tiene la virtualidad de destruir el pacto social y sus instituciones en beneficio de un orden económico globalizado dentro del cual las economías basadas en una mínima intervención estatal y condiciones laborales más extremas adquieren evidentes ventajas competitivas. Por ello sobre dicho discurso no puede fundarse la supervivencia del pacto social y, en concreto, del Derecho del Trabajo, como parte del mismo, ya que lleva a su destrucción. Por ello es rechazado por una parte significativa del “aparato institucional” del Derecho del Trabajo. Pero no es fácil encontrar otro discurso que permita sostener la legitimidad social del Derecho del Trabajo.

Esa dificultad se ha traducido con frecuencia en una mera “añoranza”. Para intentar recuperar el tiempo perdido en el que aquel pacto estuvo vigente se esgrimen sus virtudes frente a la incertidumbre y el desorden social. La reiteración del relato fundacional se convierte entonces en una necesidad litúrgica, puesto que del mismo han de extraerse lecciones para el futuro. Se trataría de demostrar los efectos desastrosos de la ruptura del pacto para la cohesión social y la estabilidad política mundial y, en particular, de los regímenes democráticos occidentales. Para ello hay que otear el horizonte buscando los síntomas de una vuelta a aquella situación de injusticia y explotación social del siglo XIX y del consecuente surgimiento de nuevos movimientos revolucionarios que amenacen la primacía de las clases dominantes, como una necesaria constatación científica de la tesis implícita en el relato fundacional. En el relato mítico de los orígenes se contiene también una enseñanza con tintes religiosos: la ruptura  del Orden Social es un pecado que tendrá su castigo en forma de desorden, crisis y violencia. Movimientos antioccidentales de la más variada índole presentes en los países abandonados por el desarrollo económico, como puede ser hoy el fundamentalismo islámico, ocuparían el papel del movimiento revolucionario. El trabajo precario, la explotación de la mano de obra inmigrante y la desprotección social de amplios colectivos serían el origen de resistencias dentro de los propios países occidentales, manifestadas en forma de delincuencia, terrorismo y marginación.

Hay que ser conscientes de que estamos en presencia, como digo, de un relato codificado, que tiene mayores virtudes en el orden político que en el orden del conocimiento científico. Parafraseando a Hespanha[2], puede decirse que este paradigma “disminuye drásticamente la capacidad de traducir en términos políticos y jurídicos la sociedad en la que vivimos y disminuye también, por tanto, nuestra capacidad para imaginar escenarios diferentes de organización social”. Aún más, “todo discurso moralizante a propósito de este asunto no deja de ser un sacrificio ritual ofrendado a una imagen (…) que sigue siendo, únicamente, el efecto de una ilusión”.

Ese discurso político basado en el relato mítico del nacimiento del Derecho del Trabajo es sostenido esencialmente por lo que he llamado “aparato institucional” del Derecho del Trabajo, esto es, los grupos sociales que tienen como función esencial la gestión del pacto social, a la cual vinculan su propia prosperidad social y económica, esencialmente en las estructuras de la Administración Pública y entre las burocracias de partidos políticos, sindicatos, asociaciones patronales y grandes empresas, si bien es cierto que a los aparatos burocráticos de la patronal y de las grandes empresas les resulta más grata y conforme a sus propios intereses la justificación del modelo consensual basada en la competitividad y la productividad, al menos hasta el límite de la supervivencia de su empresa. En fin, como todo relato, éste también tiene un fondo de verdad, pero sobre ese fondo se han introducido una serie de códigos y valores que proporcionan un sentido de la sociedad y todo ello se articula en un discurso al servicio de concretos intereses. No estamos en presencia de ciencia histórica, sino de ideología.

Por esto la supervivencia del relato mítico sobre el nacimiento del Derecho del Trabajo perjudica el auténtico conocimiento y comprensión de la realidad social. Los sectores sociales y políticos adscritos a la gestión del pacto social precisan la actualización de los valores implícitos en el relato mítico, pero esa necesidad actúa en un momento histórico en el cual, al menos dentro de un contexto nacional, ha desaparecido hace ya muchos años la situación de miseria y explotación de las clases obreras sobre la que se sostiene la construcción ideológica del Orden Justo basado en el pacto social (constitucional) entre burguesía y clase obrera. El llamamiento a la Justicia Social carece de efectos movilizadores entre las clases trabajadoras de Occidente, precisamente porque las clases trabajadoras de los países occidentales han asentado su prosperidad sobre una distribución inequitativa, en términos mundiales, de los recursos naturales y de la riqueza, por no hablar de los efectos devastadores sobre el medio ambiente y la salud del modelo de desarrollo basado en el consumo de masas sobre el que se asienta el deseado Orden Social.

De esta manera el valor de la Justicia Social, concebida en términos nacionales, ha dejado desde hace mucho de tener relación con la realidad, conservándose como un mero constructo ideológico. Y, desde un punto de vista internacional, en el que todavía tiene un sentido, ese valor atenta contra los propios intereses sociales y económicos de la clase trabajadora occidental, amenazada por la inserción en el mercado laboral de mano de obra barata procedente de la inmigración o por la deslocalización de la producción, esto es, por movimientos que, en términos objetivos, mejoran la distribución de la riqueza mundial en contra de los intereses de la clase trabajadora occidental. Existe una contradicción entre el contenido del discurso legitimista del Derecho del Trabajo occidental basado en el pacto social y los intereses de sus beneficiarios, puesto que el llamamiento de Justicia implícito en aquel discurso exige delimitar de forma cada vez más restrictiva el ámbito de sus beneficiarios para que el propio modelo no implosione. Pero las paradojas se hacen patentes para quien disponga de una mínima sensibilidad inmunizadora frente a los discursos sociales repetitivos. Que colectivos como los pilotos y controladores aéreos, los funcionarios públicos, los trabajadores fijos de las grandes empresas, etc., sean los herederos actuales de las instituciones básicas del Derecho del Trabajo, como puede ser la huelga o la sindicación, debiera ser suficiente para iluminar, siquiera mínimamente, el escenario.

Podríamos preguntarnos si hoy en día se percibe la necesidad de refundar el pacto social que dio origen a los Estados Democráticos y Sociales de Derecho o si, por el contrario, se trataría solamente de refundar el discurso que cimenta los mismos. Me parece que el problema es que primero ha aparecido la inadecuación entre el discurso y la realidad y después, y solamente en segundo lugar, aparecieron los síntomas de crisis del propio pacto. Porque, en su sustancia, dicho pacto (aunque “solamente” lo suscribiesen dos tercios de la población occidental, mayoría suficiente para ello) sigue vivo  y vigente y se funda no en principios de Justicia Social o de competitividad, sino en el principio de “gobernanza”, esto es, de renuncia de los distintos interlocutores (mucho más plurales y diversos que los que son reconocibles en nuestro relato mítico fundacional) a discutir la legitimidad de las instituciones estatales y supraestatales vigentes y de aceptación voluntaria de las legitimidades contrapuestas de los distintos actores políticos y sociales, haciendo abstracción de discursos ideológicos, todo ello siempre y cuando, sea como sea, se mantengan dos elementos básicos de interés general (esto es, de la suma de los intereses particulares de la mayor parte de la población occidental): protección estatal frente a la violencia (tanto en términos nacionales, asociados a la delincuencia, como en términos internacionales, en relación con la traslación de la guerra al territorio de los Estados occidentales o a la necesidad de la leva y reclutamiento de la población para la guerra en territorios más lejanos) y garantía del acceso mayoritario al consumo de productos industriales y servicios.

A partir de dicho pacto de mínimos se tolera con normalidad que cada grupo, burocracia o institución genere sus propios discursos justificativos, utilizando para ello, en una tarea de bricolaje intelectual, todos los materiales ideológicos disponibles que puedan adaptarse a la finalidad. Y ello aunque dichos discursos sean contradictorios con otros igualmente tolerados e incluso publicitados, de manera que el “rigor” en el pensamiento no es precisamente la característica de nuestros tiempos. Hablamos de pensamiento “débil” o “flexible”, y quizá debiéramos hablar de pensamiento “útil”, en el sentido explicado. El criterio último de validez de una idea (entendiendo “validez” no como un ejercicio de comprobación de su veracidad científica, sino de aceptación en el mercado de las ideas, esto es, de “tolerancia” o “legalidad”) es su compatibilidad con los dos elementos esenciales descritos, la seguridad (policial y militar, en último extremo) y el desarrollo económico (entendido éste como mantenimiento e incremento del consumo). Por tanto debe rebajarse a mera especulación filosófica o rareza social, propia de soñadores, de sectores marginales o, en último extremo, de “cómplices del enemigo”, toda idea o pensamiento que cuestione alguno de esos dos elementos.

 

La reconstrucción del Derecho del Trabajo a partir de una base liberal: los derechos fundamentales en la relación laboral.

En el mundo de la Guerra Fría, especialmente en los Estados Unidos, el cuestionamiento de problemas de Justicia Social hacía recaer sobre el intelectual, activista o político imprudente la sospecha de complicidad con el enemigo comunista, de acuerdo con un acto reflejo que subsiste todavía en la sociedad. El tabú se vino a extender sobre todo aquel planteamiento que analizase las relaciones humanas (incluidas muy esencialmente las relaciones de producción) en términos de distribución y ejercicio de poder, especialmente si incorporaba un análisis axiológico. La izquierda liberal anglosajona se vió constreñida a razonar en términos de derechos formales, especialmente del derecho de igualdad, sobre el cual se asentó una importante ruptura social durante los años sesenta, al actuar sobre las cuestiones relativas a la discriminación de distintos colectivos (negros, mujeres, etc.). Puede decirse que esta forma de construcción de la ideología política vino a tomar el relevo a las construcciones ideológicas basadas en el marxismo. Ha adquirido tal dominio social que hoy en día forma parte del acervo común de toda la clase política e impone un conjunto de limitaciones a la actuación y a los discursos públicos al imponer el respeto, al menos formal, a lo que se ha venido a llamar lo “políticamente correcto”.

El paradigma fue la lucha contra la segregación racial, a la cual se deben los conflictos más intensos y violentos acontecidos dentro de la sociedad americana después de la Segunda Guerra Mundial. Para fundamentar ideológicamente esta reivindicación contraria al orden establecido se acudió al principio democrático por excelencia, que se encuentra en el origen de las revoluciones americana y francesa e igualmente, con otras simbologías y significados, en la teoría marxista: el principio de igualdad.

El principio de igualdad forma parte de la base ideológica de la propia Revolución Francesa de 1789 que alumbra históricamente el debate político contemporáneo. La impugnación de la división de los Estados Generales por estamentos y de todo tipo de privilegios, la reivindicación del valor igual de todo individuo como ciudadano y la proclamación, por tanto, del Tercer Estado como único representante del conjunto de la nación son las consecuencias revolucionarias de la específica acepción de la palabra igualdad que adoptan los grupos de representantes que configurarán la “Asamblea Nacional”. Se trata de una igualdad jurídico-política que se manifiesta en el concepto de ciudadanos como partes iguales del artefacto ideológico llamado “nación”. La vinculación de la consideración de iguales al concepto de ciudadanos y no al de personas (vinculación que sigue vigente con carácter general, como puede observarse, a título de ejemplo, en los artículos 13 y 14 de nuestra Constitución) implica un principio de exclusión que determina precisamente su carácter problemático, incluso en lo formal (no ya en el ámbito real de lo económico o material al que hace referencia la teoría marxista).

Porque uno de los problemas esenciales de la democracia moderna estriba en determinar el significado de la expresión “nosotros”, que es ni más ni menos la palabra que encabeza la Constitución de los Estados Unidos de América: “We, the People”. La indagación sobre quiénes debemos entendernos comprendidos dentro de estos “nosotros” que proclamamos nuestra soberanía y nuestra igualdad jurídico-política debe realizarse territorialmente, incluyendo a unos como nacionales y a otros como extranjeros, pero también socialmente, incluyendo o excluyendo a las distintas categorías de sujetos en función de ciertos parámetros de edad, sexo, raza, religión, cultura o clase social, etc.. Si los movimientos marxistas impugnaron este concepto en base a una metodología de análisis que prescindía del concepto de nación y lo sustituía por el de clase, una vez que se expulsa del terreno de juego político este discurso y se vuelve a la nación, los litigios se suceden sobre un área de acción muy estrecha: la lucha por incluir o excluir a otros o a sí mismos dentro de ese círculo de ciudadanos con iguales derechos que pueden legítimamente pronunciar “nosotros”.

Es un lenguaje, como ponen de manifiesto Furet o García de Enterría, que se expresa afirmando o negando derechos, derivados todos ellos necesariamente de esa igualdad que se quiere que sea efectiva dentro del conjunto de los ciudadanos. De esta forma se construyen o se impugnan las posiciones políticas en relación con conflictos vinculados al nacionalismo, la extranjería y la emigración, la segregación racial, la discriminación de la mujer y de otros colectivos (de los homosexuales, por ejemplo), etc. Entre todos estos discursos los trasvases son continuos, también las sinergias. El instrumental jurídico que han ido construyendo los movimientos igualitarios es prácticamente común a todos ellos y se basa en varios elementos como son la prohibición de la discriminación, la identificación y eliminación de las discriminaciones indirectas y la legalidad y promoción de la discriminación positiva o compensatoria.

Debe hacerse notar que en el ámbito político el principio de igualdad derivó no solamente en un lenguaje de derechos, sino también en la democratización del poder, al no ser aceptable que una persona, que en definitiva es igual a las demás por nacimiento, pueda gobernar y ejercer un poder sobre otros ciudadanos sin su consentimiento y sin su representación, lo que lleva a la sustitución del principio monárquico por el principio republicano, esto es, democrático. Sin embargo esta segunda derivación del principio de igualdad no se extiende al ámbito jurídico privado gracias a la figura del contrato como mecanismo de consentimiento en el sometimiento al poder de otro. En el ámbito privado el contrato sustituye, como mecanismo de subordinación y renuncia, a la representación electiva propia del ámbito público.

El sistema jurídico liberal se sustenta sobre la idea de que existen dos ámbitos distintos y, diríamos, opuestos: el ámbito público y el privado. Mientras que el primero sería un ámbito inspirado por principios coactivos, de ejercicio del poder por el soberano y defensa por el ciudadano de sus derechos frente al mismo, el ámbito privado sería el escenario de las relaciones entre ciudadanos iguales, el ámbito propio de la libertad, donde no existen relaciones de jerarquía o sometimiento. Sin embargo la relación de trabajo, aún cuando se entable entre partes formalmente iguales, está configurada jurídicamente como una relación de poder. La propia definición del contrato de trabajo contenida en el artículo 1 del Estatuto de los Trabajadores así lo indica cuando se refiere a que el trabajador se encuentra “dentro del ámbito de organización y dirección de otra persona, física o jurídica, denominada empleador o empresario”. A su vez el artículo 20 del Estatuto de los Trabajadores configura el poder directivo del empleador y el simultáneo deber de obediencia del trabajador, estableciendo a favor del empresario una facultad de vigilancia y control. Por último, como correlato a este poder directivo, el empresario se beneficia de un poder disciplinario unilateral (que no es habitual en las relaciones contractuales privadas), regulado en los artículos 54 y 58 del Estatuto de los Trabajadores y en los convenios colectivos. La empresa ha de ser vista, por tanto, como una estructura de poder.

El poder jurídico se superpone en la relación de empleo sobre un poder social y económico, en la medida en que la totalidad o una parte de los ingresos del trabajador y de su familia dependen de los salarios obtenidos de su empleo y que éste, especialmente en situaciones de crisis económica y paro, no es fácilmente sustituible. La opción de abandonar el puesto de trabajo como vía para sustraerse de la estructura de poder de la empresa no suele ser una opción deseable, e incluso ni siquiera es siempre una opción viable. Es cierto que la alternativa ante la que se encuentra el trabajador en nuestro país no suele tener como términos el aceptar cualquier trabajo o, por el contrario, morir de inanición. Las redes de solidaridad pública, social y familiar suelen cubrir esta eventualidad, salvo en casos marginales. Pero analizar la libertad del trabajador frente a la aceptación de un empleo desde esta perspectiva es demasiado simple.

El empleo determina habitualmente cuál sea el poder adquisitivo del trabajador y su estatus social. La relación del trabajador con su empleo es mucho más compleja que la meramente alimenticia. La autovaloración de la persona como tal está condicionada socialmente por la valoración de los otros y esta valoración varía frecuentemente según cuál sea la situación de empleo o desempleo, el nivel salarial y de consumo, el prestigio social de su oficio o profesión, etc. De esta forma entre el trabajador y su empleo se entabla una relación compleja que no es principalmente jurídica, aunque tienda a contemplarse desde la óptica, muchas veces deformada, del Derecho.

En muchas ocasiones incluso los factores económicos pueden resultar secundarios frente a consideraciones de índole psicológica o afectiva. El trabajador puede vivir su empresa de muchas formas, y la angustia, el miedo o el orgullo no son factores despreciables a la hora de analizar las relaciones laborales. Un trabajador que realice una jornada completa de trabajo vive una parte importante de su tiempo en el ambiente de su trabajo. Un año de 365 días se compone de un total de 8760 horas. Si restamos del total de 8760 horas alrededor de 2500 horas de sueño (tomando un promedio de algo menos de siete horas diarias), nos restarían 6260 horas anuales de vida “consciente”. En España la jornada laboral anual a tiempo completo está como media alrededor de las 1780 horas (sin computar horas extraordinarias declaradas o no declaradas). En conclusión, casi la tercera parte del tiempo total disponible de un trabajador durante los años de su vida laboral se vive en el seno de la empresa, vinculado por tanto en una relación humana forzada a sus jefes, compañeros de trabajo, clientes y, en definitiva, a todo el espacio de socialidad que ésta significa.

El trabajo tiene por tanto una importancia fundamental en la vida de una persona. En primer lugar como espacio de una determinada relación social que le ocupa tanto o más tiempo que la relación familiar y desde luego mucho más tiempo que cualquier otra relación amistosa o de participación social a través de asociaciones y actividades diversas. Y, en segundo lugar, como elemento determinante de su estatus y valoración social y autoestima personal. Por lo tanto no me parece exagerado afirmar que para muchos ciudadanos los problemas de su ámbito laboral son vividos con mucha más intensidad que los problemas políticos de su comunidad. Privilegiar como ámbito exclusivo de libertad y de derechos el espacio de la ciudadanía en contraposición a una empresa sin libertades y sin derechos implica hipotecar gravemente la participación democrática de un sector mayoritario de la población. Difícilmente podrá considerarse como plenamente democrática una sociedad en la que, por ejemplo, las mujeres pueden votar libremente pero mantengan de hecho un estatus dependiente de sus parejas como consecuencia de su exclusión del mercado de trabajo o su posición subordinada en el mismo.

La realidad “vivencial” de la empresa está generalmente ausente de las normas jurídicas y las consideraciones económicas de la gestión y del control de la misma. Las normas jurídicas y las teorías económicas se encuentran lastradas por la incorrecta suposición de que el espacio de trabajo, las decisiones sobre el mismo de los distintos actores que en dicho escenario comparecen y los “sucesos” que en él acontecen, se encuentran sobredeterminados exclusivamente por la producción, por el interés económico. Se olvida generalmente una visión del trabajo como espacio de interrelación social, de intercambio y comunicación. El problema “trabajo” es irresoluble para economistas y juristas sin someter el mismo también a los métodos provenientes de la psicología, la sociología y la antropología, como han intentado, generalmente desde perspectivas conservadoras, algunos economistas neoinstitucionalistas. Las relaciones de trabajo deben ser entendidas en un sentido amplio, no solamente como relación jurídica entre el trabajador y su empleador. Como relaciones humanas, se encuentran condicionadas por la estructura de poder de la empresa.

En el ámbito jurídico y constitucional la empresa privada encuentra su legitimación en el derecho a la propiedad privada y a la autonomía de los operadores de un mercado libre. La posición jurídica del trabajador, que se halla a sí mismo sujeto a una estructura de poder de origen privado, se viene fundando en su interés económico, manifestado en la negociación y contratación, individual o colectiva, con su empleador. Pero la realidad vivencial de la empresa y del trabajo, tanto en su interior de relaciones humanas como en su exterior de estatus social, está cargada de contenidos simbólicos susceptibles de poner en cuestión la pura legitimación jurídica basada en el interés económico. Una vivencia dramática del trabajo altera de forma extrema la situación social de una persona o de un colectivo, ante lo cual la reivindicación laboral se transforma habitualmente en una reclamación de intervención de los poderes públicos. Estos ponen en juego su propia legitimidad política en la escenificación de una “justicia social” que preserve la legitimación del intercambio salario-trabajo a través de la conversión de las manifestaciones extremas del poder empresarial en patologías.

Esta escenificación se puede representar en un campo puramente simbólico (multiplicando las manifestaciones frente a la opinión pública, en la prensa o mediante declaraciones legales diversas y más o menos radicales) y/o mediante el ejercicio efectivo del poder público ante los casos concretos considerados “patológicos”. Pero para convertir este sentimiento en realidad jurídica normativa, susceptible de aplicación por la Administración y los tribunales, hace falta una base de doctrina jurídica, que es la que se ha encontrado en los derechos fundamentales. Se trata, como dice Supiot, de “civilizar” las relaciones sociales, esto es, sustituir en ellas las relaciones de fuerza por relaciones de derecho y asegurar a todos el estatuto de sujetos de derecho libres e iguales[3]. Y la legitimación política para esa tarea “civilizadora” se ha encontrado en la inserción de los derechos fundamentales dentro del ámbito de la empresa.

Así la construcción del Derecho del Trabajo, superando el mero contractualismo, se hace posible precisamente a partir de la teoría jurídica liberal basada en los derechos fundamentales, desde el momento en que intentamos insertar los derechos fundamentales en el seno de las relaciones jurídico privadas de producción. Tal operación no solamente es posible, sino que es una exigencia de la dogmática de los derechos fundamentales creada por el Tribunal Constitucional alemán y asumida por el Tribunal Constitucional español desde el primer momento, en la que éstos no solamente se conciben, como era tradicional, como derechos de los ciudadanos frente al Estado, sino que además se les atribuye una Drittwirkung o eficacia hacia terceros u horizontal. La mecánica consiste en la depuración de una axiología, sustanciando determinados valores constitucionales en derechos fundamentales e insertándolos en el seno de la relación laboral, haciéndolos exigibles en concreto frente a la dirección de la empresa.

Así se ha hecho esencialmente con el derecho de igualdad y no discriminación, como ilustra la ponencia de Miquel Falguera, presentada en estas Jornadas[4], o con los derechos a la intimidad personal y familiar, a la tutela judicial efectiva, etc.. Desde este punto de vista el Derecho del Trabajo que se construye, como nos demuestra la experiencia anglosajona, es esencialmente un derecho individual y no colectivo y, al mismo tiempo, un derecho llamado a su realización judicial y no a su manifestación en estructuras de negociación y cogestión. Por otra parte, en la medida en que se construye este Derecho desde la parte dogmática de la Constitución, se hace innecesaria la vinculación de la disciplina a la historia de los conflictos sociales, algo que satisface más a unos sectores que otros del aparato institucional del Derecho del Trabajo y que, lógicamente, deja en situación ideológicamente precaria a las burocracias sindicales, obligadas a buscar su justificación en los servicios prestados (incluidos los servicios jurídicos), sea a los afiliados, sea al conjunto de los trabajadores y demás clientes a quienes se dirige su oferta.

Esta misma operación se ha venido a realizar con el derecho a la vida, a la integridad física y psíquica y a la salud, a través de la exuberante normativa sobre salud laboral aparecida en España desde mediados de los años noventa. Pero en este caso los fundamentos y consecuencias desde el punto de vista de la fundamentación ideológica de la norma jurídica resultante presentan determinados matices que resulta interesante analizar.

 

La seguridad y salud laboral: un terreno aséptico de expansión de la acción estatal.

Los temas de seguridad y salud laboral, como los relativos al medio ambiente, tenían inicialmente, desde un punto de vista político, la virtud de la asepsia científica. La prevención de accidentes se concibió desde el inicio como un problema de ingeniería, esto es, de invención de artefactos destinados a evitar los siniestros. El artículo 6 de la Ley de Accidentes de Trabajo de 1900 previó la constitución de una Junta Técnica “encargada del estudio de los mecanismos inventados hasta hoy para prevenir los accidentes del trabajo”, cuya misión era redactar “un catálogo de los mecanismos que tienen por objeto impedir los accidentes de trabajo” para elevarlo al Ministerio de Gobernación (artículo 7), de manera que el Gobierno pudiera establecer en reglamentos y disposiciones “los casos en que deben acompañar a las máquinas los mecanismos protectores del obrero o preventivos de los accidentes del trabajo, así como las demás condiciones de seguridad e higiene indispensables a cada industria” (artículo 8).

Llama la atención el hecho de que la seguridad laboral se concibiera como un problema de superposición de “mecanismos” sobre las máquinas y elementos de trabajo, destinados a evitar accidentes. Esa idea de la seguridad como un añadido externo sobre las instalaciones productivas, que tanto daño ha causado a la implantación de una prevención eficaz, viene de muy lejos y es extraordinariamente difícil de erradicar del imaginario colectivo. Ya desde el primer momento se considera que la prevención ha de basarse en la implantación de tales mecanismos y su catalogación constituye un trabajo científico y técnico, encomendado a una Junta Técnica compuesta por tres ingenieros y un arquitecto (artículo 6). Basta con leer el artículo 316 del actual Código Penal de 1995 para comprobar cómo el legislador sigue en ocasiones manejando esos mismos conceptos.

Lo relativo a la “higiene”, como segunda parte de la prevención, habitualmente subordinada a la seguridad, sería ya un problema esencialmente médico. El “higienismo”, como ha señalado Corbin, nace en el siglo XVIII. La cátedra de higiene pública de la Universidad de París se creó en 1794, siendo su primer titular Jean-Noël Hallé, un médico perteneciente a la Sociedad Real de Medicina. Los higienistas emprenderán una auténtica cruzada a favor de la salubridad de los espacios públicos y privados, preocupados por los efectos sobre la salud de la contaminación del aire y del agua. En el interior de los lugares de trabajo dicha mirada higiénica se traduce en una exigencia de orden y limpieza. Inicialmente el planteamiento de la higiene exigible en los centros de trabajo se limita a estas cuestiones: “la calidad del aire, del agua, de la calefacción y la iluminación del taller, el tipo de material trabajado, la plantilla de obreros clasificados por edad y sexo bastan para evaluar los riesgos y los daños” (Corbin). Posteriormente se comenzará a indagar también en el conjunto de la vida del obrero, condicionada por la duración de sus jornadas y descansos y por la escasez de los salarios para garantizar unas mínimas condiciones de vida en cuanto a la salubridad de la alimentación, vivienda, educación y costumbres, etc.. Finalmente la “higiene industrial” terminará constituyendo una disciplina que “presta gran atención al lugar de trabajo, a su aireación, iluminación y calefacción” y, sobre todo, “se obsesiona con la intoxicación, hasta el punto de parecer una auténtica toxicología” (Corbin).

La prevención aparece como disciplina ajena a las reivindicaciones de los obreros e impuesta desde el “despotismo ilustrado” de la intelligentsia científica y técnica. Por el contrario una cultura masculina de la fuerza y el riesgo lleva a los obreros a despreciar la excesiva preocupación por la seguridad o la salud como síntoma de afeminamiento:

“En 1879 el higienista Poincaré realiza… una investigación sobre los efectos de los vapores de la esencia de trementina. <La mayoría de los obreros>, señala, <presumen en cierto modo de que parezca que no les ocurre nada>, sobre todo si se les pregunta delante de sus compañeros. <Titubean, porque piensan que se trata de una investigación administrativa que puede poner trabas a la libertad de su profesión. Otros temen ponerse en una situación delicada ante su capataz o patrón>. El deseo de gozar de consideración, la negativa a sufrir las burlas de los compañeros y el respeto humano incitan a la fanfarronería… Caroline Moriceau, por su parte, destaca el orgullo de ejercer una profesión peligrosa. Muchos creen que son las cualidades personales las que hacen que se confíe a un obrero una tarea penosa, porque se le considera más hábil o más fuerte que otros. Desde este punto de vista la visita médica se considera ultrajante” (Corbin).

Como señala Michelle Perrot, “en unos tiempos en los que el recurso al médico, demasiado caro, sigue siendo relativamente excepcional en los ambientes obreros”, corresponde a las mujeres la preocupación por la higiene y la salud y el uso de una farmacopea multisecular, mezclada con las sugerencias de una nueva higiene, como puede ser el uso del alcanfor.

Lo que todo ello nos revela es un dato esencial que ha caracterizado al sindicalismo y las organizaciones obreras hasta fechas muy recientes (variables según los países y su desarrollo cultural) y que todavía está muy presente en muchos ambientes laborales: las medidas preventivas, dirigidas a la protección de los trabajadores, se implantan en muchos casos en un contexto de desconfianza, cuando no de rechazo, de los propios trabajadores que se trata de proteger. Por tanto la exigencia de medidas preventivas no ha constituido tradicionalmente, como regla general (con muchas excepciones, por supuesto), un elemento de reivindicación de los trabajadores. Y esta desconsideración de los trabajadores hacia su propia seguridad y salud ha permitido mantener durante mucho tiempo a la prevención como una disciplina aséptica, ajena a la lucha política y social, como una cuestión propia de técnicos, de difícil comprensión por los propios trabajadores cuya vida y salud están en juego. Aún más, el empresario puede imputar la causa de los accidentes y enfermedades a la incuria de los propios trabajadores, situándose así en una posición de exigencia o, por lo menos, de igualdad con los trabajadores en la distribución de responsabilidades. Desde esta perspectiva resultaría incluso que la prevención aparecería revestida de neutralidad dentro del conflicto de intereses entre capital y trabajo, como un problema de falta de “concienciación” o “cultura preventiva” que afectaría todos los implicados.

Esta tradicional neutralidad política de la seguridad y salud laboral, su naturaleza técnica, ha permitido hasta hace pocos años el monopolio de la gestión de la misma por las burocracias técnicas estatales, como una manifestación más de los avances científicos aplicados a la gestión de las cosas públicas, como puede ser la protección de la naturaleza, la lucha contra las plagas agrarias, etc.. Esto significa que se trata de materias encomendadas a técnicos y no a juristas ni a políticos, lo que implica considerar las mismas inaccesibles a la comprensión por la generalidad de la población. Al mismo tiempo, por tratarse de cuestiones sobre las que no se planteaban exigencias ni reivindicaciones, la intensidad de la acción estatal se ha podido graduar, con la consecuencia habitual de que esa acción se ha centrado en tareas de investigación, formativas o divulgativas, o de indagación estadística, y no en actuaciones de naturaleza coercitiva. El conflicto social entre capital y trabajo, con todas sus implicaciones, queda al margen. Las cuestiones preventivas, por su asepsia técnica, serían esencialmente idénticas en una empresa privada capitalista y en una fábrica estatal de la URSS. Por tanto constituyen un escenario esencial y privilegiado para que el Estado, independientemente de su signo político, ejerza su tutela sobre el mundo de trabajo, demostrando además su supremacía, entendida como superioridad técnica y científica y como capacidad arbitral, esto es, como un elemento de refuerzo de la legitimación del Estado frente al conflicto social. En tanto en cuanto esa acción estatal no obstaculice la producción de bienes y servicios (y difícilmente tal efecto se produce por la mera acción propagandística y formativa), no supone un coste relevante y, sin embargo, permite a la Administración hacerse visible con relativa facilidad.

Esta consideración tradicional ha producido algunos efectos destacables en el orden legislativo y administrativo.

En el orden interno español permitió que la seguridad y salud laboral constituyese una de las primeras materias susceptibles de transferencia a las Comunidades Autónomas cuando éstas hicieron su aparición tras la Constitución de 1978. Por su naturaleza aséptica y ajena a los conflictos políticos, se vino a ver como un singular aspecto dentro del ámbito de lo laboral que podía ser confiado a las nuevas burocracias autonómicas sin hacer peligrar el control político del mundo del trabajo por la Administración del Estado. Por otra parte, dado el escaso coste político de esta actuación y la visibilidad propagandística de la misma, era un terreno idóneo para que las administraciones autonómicas se estrenasen. Los Gabinetes de Seguridad e Higiene en el Trabajo del Instituto Nacional de Seguridad e Higiene en el Trabajo pudieron incluirse con facilidad dentro del primer paquete de transferencias en materia laboral a las Comunidades Autónomas.

Lo mismo ha ocurrido en el ámbito de la Comunidad Europea. La acción comunitaria en materia social se puso en marcha a partir del Programa de Acción Social aprobado por el Consejo el 21 de enero de 1974. Las primeras normas, en forma de Directivas, afectaron al Derecho del Trabajo (despidos colectivos, sucesión de empresas, garantía salarial) y al derecho a la igualdad entre hombres y mujeres en el ámbito laboral. El 29 de junio de 1978 el consejo aprobó un programa de acción en materia de seguridad y salud en el trabajo. Mientras que la normativa sobre Derecho del Trabajo se estancaba, la relativa a la seguridad y salud laboral adquirió un desarrollo muy significativo, especialmente a partir de la Directiva 89/391/CEE, de 12 de junio de 1989, que incorporó un programa legislativo cuya implementación ha sido básica en la modernización de los Derechos nacionales europeos sobre seguridad y salud en el trabajo.

Ello ha sido posible gracias a la modificación del Tratado de la Comunidad Económica Europea mediante el Acta Única Europea de 1986. El artículo 21 del Acta Única introdujo en el Tratado un artículo 118 A (hoy 138 según la numeración consolidada de Amsterdam) dedicado específicamente a la seguridad y salud de los trabajadores, de manera que se atribuía a las instituciones comunitarias una competencia normativa expresa en este ámbito. Y, lo más relevante, en esta específica materia la exigencia de unanimidad se sustituyó por un principio de mayoría cualificada. Tras las distintas reformas hoy vigentes, el principio de unanimidad se ha mantenido en el actual artículo 137 para la adopción de Directivas relativas a Seguridad Social y protección social, protección de los trabajadores en caso de rescisión del contrato laboral, representación y defensa colectiva de los intereses de los trabajadores y de los empresarios, incluida la cogestión y condiciones de empleo de los nacionales de terceros países que residan legalmente en el territorio de la Comunidad. Por el contrario el sistema basado en la mayoría cualificada (lo que hoy significa el procedimiento regulado en el artículo 251 del Tratado, que confiere un poder relevante al Parlamento Europeo que recientemente se ha manifestado en el rechazo por éste de la reforma de la Directiva de ordenación del tiempo de trabajo) se aplica a la competencia normativa para regular por Directivas la mejora del entorno de trabajo, para proteger la salud y la seguridad de los trabajadores, las condiciones de trabajo, la información y la consulta a los trabajadores, la integración de las personas excluidas del mercado laboral, la igualdad entre hombres y mujeres por lo que respecta a las oportunidades en el mercado laboral y al trato en el trabajo y la lucha contra la exclusión social.

A mi juicio, esta generosidad de los Estados miembros se explica por las circunstancias que estamos analizando. Ante la necesidad política de que las instituciones comunitarias se implicasen en el ámbito laboral mediante Directivas de armonización, se evitaron aquellas materias que afectan a los ámbitos donde tradicionalmente se desarrolla el conflicto entre empresarios y trabajadores y la intervención estatal clásica, como son el despido, el salario, los derechos sindicales, la Seguridad Social, etc.. En este campo la unanimidad sigue siendo precisa. Por tanto era preciso centrar un campo de acción que reuniese un cierto consenso. Aparte del ámbito de la igualdad por razón de sexo, la materia de seguridad y salud en el trabajo, por sus especiales características, se consideró idónea para ser atribuida a la competencia normativa de las instituciones comunitarias. Su asepsia política y su naturaleza técnico-científica la convertían en un terreno de juego para que la Comunidad Europea desplegase sus poderes y reafirmase su legitimación arbitral y técnica frente a los ciudadanos de los Estados miembros.

En España esta doble transferencia de poderes del Estado (ejecutivos hacia las Comunidades Autónomas y normativos hacia la Comunidad Europea) ha venido a producir un significativo vaciamiento de su papel en este terreno, a pesar de lo cual desde el punto de vista legislativo y de la concertación social el Gobierno español sigue asumiendo un protagonismo que en ocasiones resulta cuestionable y que tiene mucho que ver no solamente con la defensa de sus propias competencias, sino también con las exigencias de las burocracias estatales de los sindicatos mayoritarios y de la patronal, celosos de proteger frente a sus burocracias autonómicas sus atribuciones en la negociación política. No es éste, sin embargo, el momento de detenernos en las implicaciones de esta situación.

Volviendo a la Comunidad Europea, los efectos del cambio del sistema legislativo aplicable a las Directivas sobre seguridad y salud en el trabajo se hicieron notar en poco tiempo. Primero porque, como hemos dicho, el grueso de la acción normativa en materia de seguridad y salud se ha desarrollado en aplicación del programa contenido en la Directiva Marco, de acuerdo con la decisión política implícita en el Acta Única Europea de centrar la acción normativa de la Comunidad Europea en materia social en esta área. Unos años después de la aprobación del Acta Única Europea, la aplicación del principio de mayoría frente al de unanimidad permitió aprobar la Directiva 93/104/CE, sobre ordenación del tiempo de trabajo (hoy sustituida por la 2003/88/CE, de 4 de noviembre) pese a la oposición del Reino Unido. Resultaba no obstante dudoso si el fundamento competencial de la Directiva era o no correcto, esto es, si la ordenación de la jornada y el tiempo de trabajo pertenece al ámbito de la seguridad y salud laboral o si tal adscripción había constituido un exceso de las instituciones comunitarias.

Pues bien, dicha fundamentación ha sido considerada válida y suficiente (salvo en lo relativo a la fijación del domingo como día preferente de descanso semanal) por el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas en su sentencia de 12 noviembre 1996 (Reino Unido contra el Consejo) en el asunto C-84/1994, ante la impugnación por el Reino Unido de las bases jurídicas de la Directiva. Nos dice el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas que nada indica en la redacción del artículo 118 A que, a falta de otras precisiones, los conceptos de «medio de trabajo», de «seguridad» y de «salud» a efectos de dicha disposición deban interpretarse restrictivamente y no en el sentido de que se refieren a todos los factores, físicos o de otra índole, que pueden afectar a la salud y la seguridad del trabajador en su entorno laboral y, en particular, a determinados aspectos de la ordenación del tiempo de trabajo. En cambio, la parte de la frase «en particular, del medio de trabajo» aboga a favor de una interpretación amplia de la competencia conferida al Consejo por el artículo 118 A en materia de protección de la seguridad y la salud de los trabajadores. Además, tal interpretación de los términos «seguridad» y «salud» puede apoyarse en el preámbulo de la constitución de la Organización Mundial de la Salud, organismo al que pertenecen todos los Estados miembros, que define la salud como un estado completo de bienestar físico, mental y social, no solamente como un Estado consistente en la ausencia de enfermedad o dolencia alguna.

Esta evolución de la normativa comunitaria, reflejada en cada uno de los Estados miembros, terminó, como veremos después, por transformar la naturaleza de la seguridad y salud laboral. Al incorporar nuevas materias, como la ordenación del tiempo de trabajo o la participación de los trabajadores en la empresa y en la producción, perdió rápidamente su presunta naturaleza aséptica. Al expandirse las obligaciones derivadas de la normativa comunitaria de una manera tan abrupta, aparecieron dificultades de aplicación que hicieron que se contemplase como un problema dentro del mundo empresarial. Finalmente a ello se añadió la nueva actitud de los sindicatos y, en general, de la sociedad, a la que más tarde haremos alusión. Todo ello le ha conferido  una importancia política que antes no tenía. Pero hemos de ser conscientes que en lo esencial este es un fenómeno históricamente nuevo, propio de los últimos quince o veinte años.

 

La vida y la salud de los trabajadores como derecho fundamental y la exigencia de una acción positiva del Estado para su protección.

Durante los largos años en los que la seguridad y salud en el trabajo aparecía como una materia científica, aséptica, existía un obvio factor axiológico subyacente que impedía reducir la misma a un problema exclusivamente técnico cuya gestión fuese propiedad de una burocracia, como un elemento más de la economía. El desarrollo de este factor axiológico ha supuesto en estos últimos años una transformación esencial del escenario. Para comprenderlo hemos de remitirnos a algunas características específicas de la cultura occidental.

Dice Corbin, refiriéndose al siglo XIX: “Nuestro siglo XXI ha perdido contacto con estos tiempos tan cercanos de nosotros, pero de los que nos hemos alejado tanto que se nos hacen incomprensibles. Debemos, pues, hacer un esfuerzo particular de empatía. Todo lo que se refiere al cuerpo, cuando hablamos de la religión católica, tiene para nosotros un sello peculiar. En primer lugar, no debemos olvidar que el cristianismo, a diferencia de las otras dos religiones monoteístas, está basado en la encarnación de la divinidad… Los temores, las ternuras y los tormentos de la maternidad, los sudores de sangre de la presciencia de la agonía, los horrores del suplicio, son emociones y sentimientos más o menos asumidos por el fiel según el grado de su fe y su fervor, pero que de todas maneras remiten directamente a la condición carnal… Además, para los católicos, la Iglesia entra en el cuerpo místico del Cristo resucitado, que reúne a vivos y muertos”. En definitiva, dice Corbin, para los cristianos “el cuerpo, obra de Dios, que ha creado el hombre a su imagen, además de receptáculo del alma es un templo dispuesto para recibir el de Cristo en el sacramento de la eucaristía…”.

La relación del hombre con su cuerpo en el occidente cristiano está cargada de problemas. Por una parte el cuerpo aparece ligado al mundo material y la religión impone el rechazo de los placeres mundanos y valora el sacrificio corporal, lo que justifica el ascetismo. Destaca la especial relevancia que se da a la abstinencia sexual y el rechazo hacia la sexualidad que se produce desde los orígenes del cristianismo, recogiendo ideas de la filosofía estoica, que tanto influye en la construcción paulina (Brown). No obstante el cristianismo reaccionará frente a los excesos ascéticos y a la renuncia sexual intentando imponer normas y límites bajo el control y supervisión del clero. La condena de los excesos ascéticos se acentúa especialmente en las comunidades cristianas una vez que se asume que el fin de los tiempos y la venida del Reino no es inminente, por lo que es preciso garantizar la supervivencia de las comunidades y su reproducción. Se asume la sexualidad como un mal necesario orientado a la procreación que debe limitarse al seno del matrimonio. El clero utilizará el monopolio sobre la institución matrimonial, especialmente en la sociedad feudal, como factor de control social, especialmente cuando la transmisión entre generaciones del patrimonio y del poder viene determinada por la sucesión civil (Duby). Por otra parte era contrario al interés de los líderes de las comunidades cristianas que la adquisición de santidad y legitimación frente a la comunidad exigiese una competencia en torno a las virtudes ascéticas. Por tanto la doctrina intentará proscribir o, cuando menos, controlar tales prácticas y en este contexto se viene a exigir un respeto al propio cuerpo.  La práctica del ascetismo extremo va a ser vista con suspicacia por el clero y será característica de la herejía.

 De esta manera, la construcción cristiana de la correcta relación entre la persona y su cuerpo le lleva a negar a los sujetos todo poder de disposición sobre su vida y su integridad física, puesto que la propiedad del cuerpo es de Dios y su ocupante temporal debe someterse a lo dispuesto por éste, tanto en cuanto a los elementos teleológicos de la sexualidad (i.e., la procreación), como a la aceptación de la enfermedad, el sufrimiento y la muerte con resignación e incluso con alegría, como pruebas de fe, a semejanza del personaje bíblico Job. Pero al mismo tiempo que de forma excepcional se permiten y difunden determinadas manifestaciones extremas de religiosidad que expresan incluso un deseo sublimado de muerte, las iglesias cristianas en su mayoría reafirman con energía para toda la comunidad la prohibición de disponer de la vida, la salud y la integridad física, propias o ajenas, salvo en determinadas situaciones en las que, no sin problemas, se admite cierta legitimación para ello (guerra, pena de muerte, etc.). El suicidio será por tanto considerado como un gravísimo pecado, que incluso impide la sepultura religiosa. Y, con ello, se construye un discurso sobre el valor intrínseco de la vida humana que dará origen a un humanismo religioso. Existe por tanto en occidente una destacada sensibilidad de origen religioso por los valores de la vida y de la integridad corporal, y esa sensibilidad, una vez secularizada, se ha convertido en un valor que se ha incorporado al acervo constitucional europeo en forma de derecho fundamental, si bien de forma harto problemática en relación con determinadas cuestiones en las cuales la legislación positiva secularizada se aleja de los valores religiosos cristianos tradicionales (sexualidad, aborto, eutanasia, etc.).

Esa especial valoración de la vida y la integridad física, sea desde un punto de vista religioso o secular, permite acercarse al problema de las condiciones de trabajo desde un modo de pensar muy alejado de la ideología tradicional del movimiento obrero. Resulta especialmente agresivo para nuestra específica sensibilidad occidental el sacrificio del cuerpo e incluso de la vida de los obreros en aras de la producción, máxime cuando, como señala Corbin, el imaginario social concibe el cuerpo del obrero como un símbolo de potencia, aunque de sentidos e inteligencia rudimentarios. Los propios obreros parecen cultivar esa imagen mediante una cultura masculina de violencia y fuerza. “Durante todo el siglo, triunfa en este medio la exhibición de fuerza y el orgullo que suscita. La ostentación de los músculos, el desafío, la lucha y el gusto por formas de violencia similares se manifiestan en la calle, tanto en la feria como en el taller”. La contraposición de ese cuerpo orgulloso y el deterioro causado por el trabajo se hace por ello más brutal. “Ese cuerpo poderoso se muestra con mucha frecuencia minado, deteriorado por la fatiga, por la duración y la insalubridad del trabajo”, dice Corbin, debiendo destacarse “dos datos relacionados con la industrialización: las nuevas formas de deterioro del cuerpo y la violencia provocada por la brutalidad de las máquinas…”.

La sumisión al poder establecido, al menos en tanto en cuanto éste no se deslegitime por su oposición a los valores cristianos, es asumida sin problemas y valorada positivamente desde el punto de vista religioso. Esta actitud de sumisión incluye desde luego la aceptación acrítica de la subordinación propia de las relaciones productivas. Mientras la pérdida de la vida o de la salud (el accidente o la enfermedad) se puedan contemplar como meras fatalidades enviadas por Dios, los valores religiosos no solamente no vienen a cuestionar la realidad laboral, sino que predican la resignación. Pero cuando los conocimientos científicos y técnicos permiten imputar la causa del accidente de trabajo o la enfermedad profesional a unas determinadas condiciones de trabajo susceptibles de modificación por la acción humana las cosas cambian. A partir de ese momento el sistema de valores occidental obliga a la intervención humana para evitar el daño para la vida o la salud, esto es, hace responsable a quien tiene el poder de proteger la vida y la salud de sus subordinados, sea el empresario dentro de la empresa o el Estado dentro de la sociedad.

Desde antiguo el poder de dispensar la salud y la vida, de curar las enfermedades y proteger de las mismas a los hombres, es un atributo del poder sagrado. La apropiación de la legitimación exige de ciertas facultades “mágicas” de esta índole, como también ocurre en el ámbito productivo (lluvias, cosechas, protección frente al hambre). Un Rey bueno es aquél bajo cuyo mandato prosperan sus súbditos y son felices. La desgracia de los súbditos es síntoma de la pérdida del favor de la divinidad por parte de quien ejerce el poder.

Este fondo antropológico tradicional aparece sublimado en los Estados modernos mediante una traslación, desde lo mágico hacia lo científico-técnico. La protección de la vida y la salud de los súbditos o su prosperidad ya no se procuran por el soberano mediante el recurso a ritos sagrados, sino por la aplicación de técnicas científicas a través de una organización compleja estatal. Pero, aunque los responsables de dispensar esta protección sean ahora los médicos, los ingenieros o los economistas, la relación de los ciudadanos con la técnica y la ciencia sigue revestida de los mismos caracteres y del mismo fondo de creencias que antaño, bajo una apariencia ciertamente distinta. De esta manera el ciudadano espera del Estado que le proteja frente a la muerte, la enfermedad, la climatología, las crisis económicas u otras desgracias más allá de toda consideración racional. Aunque el origen de la protección ya no sea religioso, sino técnico-científico, la comprensión de la metodología, de las causas y efectos y de los límites sigue siendo similar[5].

De esta manera el Estado contemporáneo (y la influencia anglosajona en este terreno es muy importante) se enfrenta a un cuestionamiento permanente de su legitimación en función de su éxito a la hora de proteger determinados valores fundamentales, como son la vida, la salud y la prosperidad de los ciudadanos. Estos esperan esa protección de las autoridades y funcionarios estatales en función de su competencia técnica y científica y, precisamente por ello, la superioridad técnica y científica de la burocracia estatal sobre un ciudadano carente de conocimientos científicos (más todavía en los países mediterráneos como el nuestro) es una característica esencial de la legitimación del poder en los Estados contemporáneos.

La exigencia de protección, que se manifiesta en muchos terrenos, se hace especialmente intensa cuando está en juego la vida humana. Debido al trasfondo axiológico de origen cristiano al que hemos hecho referencia y su sustanciación en un derecho fundamental a la vida, se exige en todo caso de la acción positiva del Estado hasta grados en ocasiones extremos cuando se trata de proteger la vida[6]. La presencia de la muerte, que en otras sociedades pretéritas o actuales es una realidad cotidiana, está proscrita en un Estado occidental actual y lleva a su ocultación (Aries). El riesgo para la vida obliga al Estado ineludiblemente a intervenir[7].

Como vemos, la legitimación del poder se pone en cuestión cuando se trata de proteger a los subordinados de la desgracia y muy especialmente cuando lo que está en juego es la vida. Ese cuestionamiento de la legitimación, cuando se trata de la vida y la salud de los trabajadores, tiene un doble sujeto: es, desde luego, una apelación al Estado y a su intervención, pero es también una exigencia dirigida contra quien de manera directa e inmediata aparece revestido con los ropajes del poder frente al trabajador, esto es, su empresario. El empresario es quien en primer lugar pone en juego su legitimación en función de su eficacia en la protección de sus trabajadores, tanto mediante su éxito económico que garantiza el empleo y los ingresos salariales de éstos, como en la adopción de medidas suficientes que eviten daños a la vida y la salud de los operarios. La apelación al Estado es, en este terreno, de segundo nivel, solamente cobra vigencia cuando el empresario fracasa en su función protectora.

 Lo que todo ello nos revela es que la expansión de la acción estatal en un terreno presuntamente aséptico, técnico-científico, como es el de la protección de la seguridad y salud de los trabajadores, incorpora en su trasfondo un problema de legitimación, tanto del propio Estado y su aparato burocrático del que los ciudadanos-trabajadores esperan protección, como del empresario que opera en el mercado con su ánimo de lucro y para ello ejerce un poder de mando sobre sus operarios. Ese poder se encuentra intrínsecamente unido a un deber de protección, porque en la mentalidad humana la subordinación se entiende como un intercambio legítimo cuando por la otra parte se presta amparo y protección. Lo más característico es que, como ocurre en otros ámbitos, la sumisión a un doble poder, estatal y empresarial, introduce un elemento de competencia entre ambos para obtener su legitimación[8]. Si el éxito de la protección ofrece legitimación a ambos, el fracaso se la niega a los dos.

En el fracaso aparece, por tanto, el germen de un conflicto. El desarrollo de la acción estatal en materia de seguridad y salud laboral incrementa la percepción de responsabilidad del mismo por los accidentes y enfermedades en el trabajo. Como demostró Furet analizando la deriva de la Revolución Francesa, el discurso revolucionario que atribuye al Estado todo el poder lo convierte al mismo tiempo en responsable de cuantas desgracias suceden y ello obliga a los dirigentes y a las burocracias estatales a buscar responsables de las mismas de forma dramática, en forma de traición[9], un modelo que lleva al rito social de la ejecución pública de un responsable como método de depuración colectiva. El mismo esquema, salvando las distancias, se sigue reiterando hoy con repetitiva frecuencia, también ante los accidentes de trabajo. En la medida en que existen dos poderes en competencia, Estado y empresa, el accidente genera un conflicto entre ambos, en la medida en que aquél que haga valer su primacía social puede descargar sobre el otro los efectos deslegitimadores del accidente mediante la exigencia de responsabilidades.

Mientras que el problema de los accidentes de trabajo no adquirió visibilidad social, ni era objeto de una especial acción reivindicativa por parte de las organizaciones sindicales y políticas, pudo permanecer bajo la gestión aséptica de una burocracia técnico-científica. Esta naturaleza aséptica inspiró en los gestores de los asuntos públicos la confianza de haber encontrado un terreno de juego en el que podían ganar legitimación ejerciendo un poder arbitral en el mundo laboral bajo la supremacía de su conocimiento y gestión técnico-científica. Pero el propio desarrollo de la acción estatal ha hecho visible la siniestralidad laboral y ha producido el convencimiento social de la evitabilidad de los accidentes de trabajo. Desde ese momento el propio Estado ha visto comprometida su legitimación política. En tanto en cuanto sigan produciéndose accidentes, se ha abierto el germen de un conflicto entre los dos poderes cuya legitimación está en juego, Estado y empresa. La acción del Estado contenía la semilla de este conflicto y la misma ha madurado y crecido. Las organizaciones sindicales lo han percibido con claridad y han encontrado un terreno favorable para sus intereses en el que no pueden dejar de intervenir. En la medida en que esas mismas organizaciones sindicales forman parte del “aparato institucional” del Derecho del Trabajo al que me he referido al inicio de esta ponencia, se trata de sujetos políticos necesitados de nuevas fuentes de legitimación. Aquí han hallado una.

 

Un concepto ideológico de “salud” al servicio de una peculiar reconstrucción del Derecho del Trabajo.

En el contexto de la búsqueda de argumentos para construir una posición ideológica favorable a los propios intereses de los grupos que lo integran, el “aparato institucional” del Derecho del Trabajo ha encontrado en la salud laboral un instrumento que permite reconstruir, aunque de forma limitada, el discurso ideológico sobre el que se asienta el Derecho del Trabajo. Esto es, la pérdida de la vida o de la salud constituye un argumento de primer orden que permite en cierta forma equiparar la situación del trabajador actual a la situación del trabajador “primitivo” en torno al cual se construyó la primera legislación laboral. El accidente o la enfermedad constituyen un “drama” suficientemente intenso, que permite reanudar la representación del relato mítico, actualizando el mismo en tiempo presente.

Desde el punto de vista de las burocracias sindicales, la seguridad y salud laboral se presenta como la oportunidad de legitimar, sobre derechos fundamentales fuera de toda posibilidad de impugnación, su existencia y acción reivindicativa. En la medida en que la siniestralidad cuestiona la legitimación social del Estado y de la empresa, permite reanudar la representación de un papel revolucionario, mediante una sobreactuación evidentemente dirigida no a la subversión del orden establecido, sino a la concertación del pacto social sobre una correlación de fuerzas que para los sindicatos puede presentarse inesperadamente, si no favorable, al menos no tan desfavorable como parecía resultar del desarrollo económico e ideológico de la parte final del siglo XX. No en vano, cuando se trata de accidentes laborales, operan en un terreno propicio, en el que solamente les corresponde desempeñar el papel de parte acusadora, por lo que cada sindicato únicamente puede temer que se le impute por parte de los otros sindicatos de su competencia un “exceso de moderación” o una indebida inclinación al pactismo. En función de las concretas condiciones de la negociación, cada sindicato ha de encontrar el momento óptimo para cosechar los frutos del diálogo sin que la acusación que le pueda ser formulada de haber cedido al pacto “demasiado pronto” pueda ser creíble dentro del colectivo al que se dirige y pretende representar.

Pero al mismo tiempo la seguridad y salud laboral se presenta como una oportunidad tanto para las burocracias del Estado como de las empresas y asociaciones patronales que forman parte del “aparato institucional” del Derecho del Trabajo. En cuanto ambos poderes, Estado y empresa, son de nuevo interpelados en su legitimación desde el movimiento obrero, se hace preciso reproducir el tipo de gestión característica del conflicto social, tanto desde el ámbito de la Administración como desde el ámbito de la dirección de las empresas. Pero además la situación actual ofrece algunos elementos favorables para los intereses particulares de esas burocracias, desde el momento en que pueden pretender el monopolio de la misma si se dotan de un revestimiento adecuado de superioridad técnico-científica que permita pretender razonablemente la exclusión de toda competencia en la gestión del conflicto. La acelerada creación de títulos, autorizaciones y certificados desatada con la reforma normativa iniciada con la Directiva Marco y, en España, la Ley de Prevención de Riesgos Laborales, admite esa lectura, que me parece que ofrece algunas explicaciones no desdeñables.

Es interesante observar cómo la situación planteada permite reconstruir a cada uno de los campos del “aparato institucional” del Derecho del Trabajo sus elementos característicos, con sus propias legitimaciones y discursos, de forma que todos ellos pueden predicar de sí mismos su necesidad y, al mismo tiempo, escenificar de nuevo la necesidad de un gran pacto social, necesario no solamente para evitar la pérdida de vidas y los daños para la salud de los trabajadores, sino para mantener en condiciones de equilibrio la respectiva legitimación de cada una de las partes en el terreno social. Obviamente se ha cambiado el contenido, puesto que ahora ya no se trataría del Derecho del Trabajo, sino del Derecho de la Seguridad y Salud en el Trabajo. Se trata de un interesante ejemplo para un antropólogo estructuralista: el contenido cambia, pero las estructuras se mantienen.

Desde una perspectiva obrerista tradicional esta maniobra de prestidigitación presenta ventajas e inconvenientes. Es cierto, por una parte, que en un tiempo de retroceso y derrota para el movimiento obrero, la aparición de la seguridad y salud como argumento permite construir una eficaz línea de defensa. Cuando la productividad y el economicismo amenazaban la línea de flotación del sindicalismo y del Derecho del Trabajo, la defensa de la vida y la salud de los trabajadores se constituye en un valor inimpugnable. La acción estatal, presuntamente aséptica, ha permitido asentar en el imaginario social la idea de que dicho valor aparece amenazado por la codicia empresarial. El discurso obrerista encuentra aquí un núcleo duro sobre el que asentarse y contraatacar. Sin embargo esta línea de defensa implica severas renuncias, por cuanto deja fuera de la discusión la estructura social, la distribución de la propiedad y el acceso a parcelas de poder dentro de las organizaciones productivas. Estas renuncias son sin duda gratas para las estructuras empresariales y estatales del “aparato institucional” del Derecho del Trabajo. En este terreno juegan con ventaja quienes pueden revestirse de la superioridad del conocimiento técnico-científico, un ámbito en el que el Estado y las grandes empresas siempre van por delante de las organizaciones sindicales.

La “desventaja competitiva” de las organizaciones sindicales en el campo técnico-científico se ha intentado compensar mediante una ampliación del concepto de salud hacia terrenos más asequibles intelectualmente. Ello permitiría intentar, sobre la base de la salud laboral, la reconstrucción de ciertos aspectos centrales del Derecho del Trabajo. La operación no es totalmente legítima desde un punto de vista intelectual y sus deficiencias habrían de ser consideradas cuidadosamente, máxime si se insertan en un núcleo discursivo que intenta reproducir, desde los sectores más privilegiados de las clases trabajadoras de los Estados occidentales, el llamamiento a la subversión inherente al movimiento obrero clásico. Esa maniobra está amenazada en tal caso por la maldición lanzada contra Napoleón III por Carlos Marx en su libro sobre el Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, pero explica determinadas derivas conceptuales de la seguridad y salud laboral producidas en los últimos años.

Ya hemos llamado la atención anteriormente sobre cómo la ordenación de la jornada y el tiempo de trabajo se han concebido como materia propia de la salud laboral, con el apoyo explícito del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas en su sentencia de 12 noviembre 1996 (Reino Unido contra el Consejo) en el asunto C-84/1994. Hay que destacar también la aparición de conceptos que insertan en el ámbito de la salud laboral cuestiones que realmente se refieren al ejercicio del poder empresarial y la subordinación del trabajador, esto es, a las relaciones de poder en el seno de la empresa,  presentadas como situaciones de acoso moral, de estrés o de disconfort, relacionándolas con la salud laboral por la vía de la psicología y la psiquiatría. Solamente las cuestiones económicas, de dinero puro y duro, se resisten a ser integradas en un nuevo Derecho del Trabajo concebido como Derecho de la Salud Laboral, puesto que un viejo prurito religioso determina la impureza del dinero, que no debe contagiar, por supuesto, a la defensa de un bien como es la vida y la dignidad del cuerpo.

Todo ello está produciendo la construcción de un determinado concepto de salud laboral, que pretende defenderse sobre la amplia concepción del término salud manejado en el preámbulo de la Constitución de la Organización Mundial de Salud (OMS) de 1946 (concepción que cita el propio Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas en su sentencia antes citada):

“La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”.

Dicho concepto, que en su origen pretende superar una acepción demasiado estricta y medicalizada del término “salud”, se convierte en este nuevo contexto en un elemento distorsionador, en cuanto aleja el foco de atención del objetivo propio de la prevención de riesgos y permite un manejo más ideológico de todo el aparato normativo y conceptual de la salud laboral. En resumen, si convertimos los problemas de “bienestar social” del trabajador en los protagonistas de la salud laboral, nos olvidaremos de los problemas más concretos (y de mayor dificultad técnica) que sí afectan a la supervivencia y a la integridad corporal. El riesgo es un retorno a una situación que parecía superada: el rechazo por parte de los trabajadores y de sus organizaciones representativas del cuestionamiento de todas aquellos problemas propios de ingenieros, químicos o médicos, por parecerles inasequibles, y el confinamiento de la acción sindical a terrenos tradicionales relativos al ejercicio del poder empresarial, pero sobre una perspectiva extremadamente limitada, donde esos problemas solamente se manifiestan como tales en términos de salud y no en cuanto puedan ser contrarios a los valores de justicia o igualdad. El conflicto laboral pasaría a ser materia propia de psicólogos o psiquiatras. Así la acción sindical estaría acompañando en su deriva a todo un movimiento de medicalización de la sociedad, según el cual la desviación respecto del standard de normalidad social ha de ser objeto de “tratamiento”.

 

Palma de Mallorca, 23 de enero de 2009.

 

Bibliografía:

 

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[1] Baker: “The act of giving meaning to the events of 1789 by defining them as ‘La revolution française’ … was not carried out de novo. .. The new conception of revolution involved a transforming synthesis of many themes associated with prerevolutionary uses of the term. In the process, revolution as historical fact was irrevocably translated … into revolution as political act, decisive expression of the will of a nation reclaiming its history. Revolution as sudden disruption in the political order of a state was endowed with the universal significance of the world-historical transformation anticipated by the philosophers…”. En definitiva en la construcción del concepto fue esencial la inserción en el campo de la acción política de la teología de la “voluntad”, denunciada por filósofos como Spinoza, trasladando el titular de la voluntad de Dios a la Nación (previo paso por el Rey). El problema a partir de entonces es la construcción del sujeto que ejerce su voluntad, sea revolucionario o no, como claramente percibió Carl Schmitt. La política consiste en la asunción por unas determinadas personas de la identidad de ese sujeto (monarca, nación o clase) para ejercitar, al menos en el terreno de lo imaginario (Hespanha), la voluntad inherente al mismo.

[2] Las frases que copio de Antonio Hespanha están referidas al paradigma estatalista del Derecho y no al asunto de que aquí tratamos, pero me parece que son perfectamente aplicables, dado que en ambos casos se trata de romper imágenes estereotipadas que nos impiden una aproximación científica a la realidad social.

[3] “El derecho civil y el derecho del trabajo tienen finalmente la misma razón de ser: la de “civilizar” las relaciones sociales, es decir, sustituir en ellas las relaciones de fuerza por relaciones de derecho, y asegurar a todos el estatuto de sujetos de derecho libres e iguales. Pero mientras que el derecho civil de obligaciones evoluciona sobre un terreno sólido –el del sujeto de derecho, dueño de su cuerpo y voluntad-, la subordinación priva al trabajador de su libertad y lo sitúa en una relación jurídicamente desigual con el empresario. Hace desaparecer al trabajador, en cuanto sujeto de derecho, del horizonte del derecho civil cuando entra en la empresa, para dejar espacio a un simple sujeto, sometido al poder de dirección del empresario. El derecho del trabajo ha tenido y tiene por primera razón de ser la de paliar esta carencia, es decir, “civilizar” el poder empresarial, dotándolo de un marco jurídico allí donde se ejerce, es decir, en la empresa” (Supiot).

[4] “Jornadas sobre el Derecho del Trabajo en el siglo XXI”, organizadas por la Consejería de Trabajo del Gobierno Balear, Jueces para la Democracia, Magistrados Europeos por la Democracia y las Libertades y la Asociación Balear de Iuslaboralistas. Palma de Mallorca, 22 y 23 de enero de 2009.

[5] Cuenta una historia repetida por la geografía española cómo los habitantes de un pueblo, agobiados por la sequía que hacía improductivos sus campos y les amenazaba con el hambre, iban tras su cura en procesión llevando en andas a su Virgen para implorar la lluvia. Al cabo de dos o tres días de rogativas los cielos se cubrieron y el pedrisco asoló los campos y destrozó las mieses. Los fieles, indignados, tomaron la imagen de la Virgen y la echaron al regato que pasaba junto al pueblo. Esta misma actitud se repite, bajo una cobertura técnico-científica, cuando muchos ciudadanos se indignan con las autoridades por las consecuencias de una nevada o por muchas otras desgracias de las que se creen protegidos por la mera existencia de un Estado revestido con caracteres de burocracia científica. La protección dispensada por el poder como obligación del mismo forma parte del imaginario colectivo con gran fuerza.

[6] Y la exigencia llega hasta la obligación de desplegar todo tipo de medios públicos para rescatar a quien se ha situado en un riesgo extremo, como ocurre con algunos accidentes de montaña o de espeleología, incluso cuando se trata meramente del rescate del cadáver, lo que revela una importante transformación de los valores de responsabilidad individual que es característica de las sociedades occidentales contemporáneas, originariamente fundadas sobre el individualismo y la teología de la voluntad.

[7] En este contexto la máxima transgresión política pensable es la propia del terrorismo, esto es, la amenaza indiscriminada de muerte contra cualquier ciudadano, mediante la cual se intenta poner en cuestión la legitimidad del poder, en tanto en cuanto éste no se muestre eficaz para ofrecer una protección eficaz frente a esa amenaza. Así la lucha contra el terrorismo es capaz de justificar cualesquiera sacrificios en el orden material o en el de los valores, desde la confiscación masiva de la intimidad de los ciudadanos hasta la creación de campos de concentración burocráticos y tecnificados como Guantánamo. Incluso el ejercicio de la violencia mediante la acción militar o policial se reviste en nuestros Estados de ropajes técnico-científicos como forma de legitimación y demostración de superioridad.

[8] Una competencia que no ha de resolverse necesariamente a favor del Estado, como bien demuestran muchos fenómenos de delincuencia organizada propios de nuestras sociedades. En este sentido las mafias italianas son muy características a la hora incluso de reproducir los símbolos de sumisión y protección de formas arcaicas del poder público.

[9] O, de su versión contemporánea, menos dramática pero no menos teatral, que es la del “escándalo político”, un fenómeno que merece un estudio muy atento en los términos que esbozo.

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